jueves, 11 de junio de 2009

kindergarten, Fischblut, Lustmord

Mi pintura no se construye como un proyecto, simplemente se origina como por generación espontánea, es como la vieja idea de dejar un trapo húmedo y putrefacto en la oscuridad para que de él nazcan serpientes, sapos, arañas y demás alimañas hiperactivas (…) No escapo de la realidad, al contrario, voy paralelo a ella, mi histeria se genera en ella y ella se genera en mi histeria[1].

Los cuadros evocan la celeridad de la pincelada del pintor que estuvo allí mismo antes que nosotros, cuando la tela estaba en blanco. Sus colores límpidos, flamantes – que me hacen pensar en fuselajes – siempre parecen frescos y han sido aplicados con fruición para cubrir la superficie virgen y con ello segregarles una piel a esos personajes casi siempre jóvenes con los que pintor se ensaña: Adolescentes subyugados por una anomalía mental desconocida sintomatizada por esas pupilas anegadas de asombro, parapetadas dentro de la cabeza; cada vez más extáticos ante ese que se mueve delante mientras los escruta, más desnudos, en medio de una corrupción psíquica también creciente. A Carranza no le bastó con irlos despojando de la ropa y mutilarlos sino que ahora, además, los ha confinado al “encierro” en medio de una naturaleza deseante y claustrofóbica, colmada de plantas y animales en la que estos muchachos no tienen la menor oportunidad de sobrevivir. Y por lo que la mayoría de cuadros manifiesta, van perdiendo la postura erguida y ahora reptan o hacen el amago de volar. Pero es muy tarde: no se retorna al origen impunemente.

Siempre trabajo en varias obras de manera simultánea, jamás las avanzo una a una. Es una necesidad imperiosa el estar siempre rodeado de imágenes, de ojos, de mandíbulas; detesto el vacío y de hecho, un taller en blanco solo me causa horror
[2].

Supe de José Luis Carranza (Lima, 1981) en la Galería Moll donde desde hace un par de años hay siempre alguna de sus telas a la vista. Eduardo Moll, no tuvo reparos en difundir la obra del novel pintor incluso cuando este aún cursaba el último año de estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes donde este se formó entre los años 2000 y 2006, y en donde obtuvo la Medalla de Plata en la Especialidad de Dibujo el 2004 y de donde egresó con la Medalla de Oro en la Especialidad de Pintura.

Donde Moll realizó su primera muestra individual – Pinturas recientes – en el 2006. Lamentablemente esa me la perdí. Pero eso no se repitió con la que realizó en la galería 80m2 de Barranco – Kindergarten
[3]– el año 2007. Allí terminé de convencerme de que estaba ante un artista joven que ya tenía una “obra”: un mundo que se desborda al menor descuido y un oficio – peligrosamente desarrollado – que pone ante nuestros ojos cualquiera de sus complejas y barrocas elucubraciones. Dios nos ampare – si es que existe – de los pintores que son capaces de pintar lo que se les antoja, tan peligrosos como aquellos que están siempre dispuestos a decirnos la verdad de lo que piensan de nosotros.

La penúltima individual – Fischblut
[4]– la realizó en junio del 2008, nuevamente donde Moll. Fue allí que lo conocí personalmente y eso terminó de ratificar mis sospechas: Carranza además de un buen pintor – hace tiempo no veíamos a uno que diera esos saltos mortales cromáticos sin ensuciar el color – es un artista lúcido, que racionaliza lo que está haciendo, y tiene un perfil intelectual fraguado con lecturas de Golding, Rousseau, Asimov, meditadas a lo largo de sus caminatas por el jirón Cailloma o embutido en un colectivo de esos que nos llevan velozmente a lo largo de la Vía Expresa impulsados únicamente por el odio del chofer contra sus pasajeros y el mundo. Admira a Humareda, a Francis Bacon, a Tilsa y a Neo Rauch, a Mathew Barney y Balthus así como a Tola y reconoce – no muy fácilmente – el vínculo de sangre con Martín Moratillo, con quien imaginamos realizaría una espléndida bipersonal de dibujo. El centro de Lima lo atrae fatídicamente – como a quien escribe estas líneas – y es lo único que lo saca de su taller que suena a jazz.

La anatomía, por ejemplo, es una constante en mi trabajo y en mi modo de vida. Siempre estuve rodeado de libros de medicina y anatomía, huesos, escalpelos y demás cosas (en parte por mi padre y también por propia afición). Me interesa el valor visual de la disección de un cuerpo; el funcionamiento de todo este aparato posee para mí una hermosura inigualable; los brillos de las vísceras y mucosidades o los tonos rosados de ciertos órganos, la perfecta construcción de un cráneo, la monumentalidad del tracto digestivo que extendido se parece a un calamar gigante, los destellos de una boca abierta, los dientes (en esto coincido de manera descarada con Francis Bacon), las venas y las arterias que magnificadas parecen una perfecta obra abstracta. Todo eso es lo que veo.

Carranza es muy elocuente respecto a lo que hace y en ello lo reconocemos generacionalmente: realizó sus estudios durante una etapa en la que se creyó que el artista tenía que saber “sustentar” su propuesta. El tiempo ha pasado y vemos que esa exigencia en verdad servía para orientar el ojo de aquellos galeristas y seudo curadores sin mucho criterio, aquellos que necesitan “leer para creer”. Esto hizo – y hace – que nos topemos con regimientos de supuestos artistas que son capaces de resolver únicamente en palabras lo que deberían resolver mediante la forma. Carranza, en todo caso, que podría permanecer inmutable ante su vociferante y polifónica obra, sabe reseñar su propio mundo. Y está bien. Pero por suerte un artista no sabe todo de sí mismo – nadie lo sabe – y ese espacio abierto nos mantiene en la brega, digamos que habilitados, a quienes escribimos sobre arte.

El día de trabajo en el taller es, en suma, una especie de odiosa rutina de quirófano en donde quien me vea trabajar me ve más tiempo sentado frente al cuadro, contemplando al enfermo, antes que actuando sobre él (…) La pintura llegó como medio de aplacar la necesidad de dotar de carne a lo antes hecho, el óleo es como la carne, tiene un periodo de vida, se descompone, se seca, colapsa, es genial, se asemeja demasiado a la piel, al músculo, al tendón brillante que sobresale de la mesa de disecciones.

Carranza titula sus últimas apariciones individuales con una palabra en lengua extranjera, cuya música peculiar – más allá de su significado – produce una especie de disloque fonético que forma parte de su estrategia para conducirnos hacia ese cubículo sórdido y multicolor que es el espacio de su pintura.

El artista, que tampoco le da una sola oportunidad a la tela en blanco, pinta cada cuadro como si fuese el último, “mancillándolo” impecablemente; de allí que parezca que quiera decirlo casi todo con un grito amordazado. Percibimos incluso un ímpetu revanchista, esa urgencia de sacar la cara por la pintura misma, por demostrar cuánto puede llegar a herir el color y la forma. Y para sabotear las tentaciones de su virtuosismo se interna cada vez más, cuadro a cuadro, en ese mundo que se revela más abominable y hostil, de modo que su descenso al Infierno se acelera peligrosamente.

No cabe duda de que asistimos a la representación de los últimos instantes de la vida de la mayoría de sus adolescentes.


Manuel Munive Maco
Mayo, 2009

[1] “Ideas sobre mi propuesta”. Texto de J. L. Carranza.
[2] Extracto de una de las respuestas de Carranza al cuestionario propuesto por Jorge Castilla-Bambarén. Todas las citas que siguen provienen de esa entrevista titulada “Turbulencia en el espejo”, documento publicado en la plataforma virtual Circuito de Arte.
[3] “Parvulario”.
[4] “Sangre de pez”. Título de un dibujo a tinta de Gustav Klimt.


Lustmord
asesinato por placer


Lustmord encierra el movimiento letal del acto pictórico y lo hermana a la más siniestra lluvia de navajazos. El rajar la garganta de la victima no es otra cosa que la comunión con el más tierno y crujiente de los colores; el pintar es un acto homicida en donde los olores dulces del metal y el suero solo producen inmensos espasmos intestinales, la impotencia del asesino sólo se alivia cuando las heridas contaminan su propio cuerpo.
Lustmord presenta nuevamente la inquietante imagen de la liebre sobredimensionada que salta y grita con todas sus fuerzas, el diminuto animal cobra apariencia humana y se termina convirtiendo en la profética presencia del guerrero que tras lanzar el estruendoso anuncio de rebelión, se encrespa y salta sobre el rostro del prójimo.

La pintura sigue ocupando en algunos momentos el papel de herramienta vengativa, solo así se puede sobrevivir a tan temible batalla, el blanco aterrador recibe todos los golpes de sable y se extingue progresivamente: la gran superficie se subordina ante la diminuta presencia del pintor.
Las anomalías mentales triunfan y las expresiones de desconcierto abundan, Marte se termina convirtiendo en un ser de vulnerable carne y el gran emperador Nabucodonosor termina pastando entre las bestias.
El fin de los mitos asfixia al hombre y el inicio de otros le da una cruel luz de esperanza, en estos momentos de extraña incertidumbre solo queda la humilde tarea de revivir a los dioses guerreros de otros tiempos.
La religión de la pintura queda dotada de carnes vivas después del crimen, el asesinar o pintar por placer, al final, sólo deja una nociva sensación de impotencia.
La liebre vuelve a brincar en el estudio y los perros entintados de Otto Dix culminan con sus faenas frente a la musa muerta.



José Luis carranza
lima, mayo del 2009

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